No es un secreto que tengo el blog bastante abandonado desde hace tiempo (ni te digo ya la newsletter) y tampoco lo es (a nada que se me haya seguido un poco la pista) que no me llevo demasiado bien con las redes sociales. El caso es que hasta ahora no encontraba una manera correcta de explicar mi problema con el asunto. No la encontraba no porque no sepa expresar mis pensamientos, sino porque no sé hacerlo de manera políticamente correcta, un modo de vivir, actuar y hablar que choca frontalmente con mi naturaleza. Y así he andado durante los últimos meses (va para años ya, creo), dando vueltas como pollo sin cabeza.


Se trata de ti (incluso si eres escritor)


Y es que el asunto va mucho más allá de blogs y redes sociales. El asunto trata de mí y de mi forma (subjetiva y personalísima, como corresponde a cualquiera que viva su individualidad como un tesoro) de ver la vida.

 

Se trata de ti

(incluso si eres escritor)

 

¿Cuántas vidas tienes?

Yo una y estoy segura de que ya ha sobrepasado su mitad. A lo mejor por eso, porque voy siendo ya talludita y no estoy para muchas estupideces, es por lo que miro el asunto desde una perspectiva no sólo escéptica sino bastante recelosa.

A la espalda llevo un montón de experiencias sociales y lecciones aprendidas, pero no hace falta haber vivido media vida para llegar a conclusiones significativas respecto a la existencia. Basta que la existencia te dé un revolcón para que aprendas sabias lecciones.

Lecciones dolorosas

A mí, en los últimos cuatro o cinco años, no ha parado de maltratarme, rebozarme por el lodo y luego sacarme de él para volver a tirarme dentro. La cosa es durilla y da para momentos de desesperación en que una no puede evitar lanzar una queja, pero también es muy instructiva y, si se sabe darle la vuelta a la croqueta en que te ha convertido con tanto revolcón y tanto lodo, y mirar la cuestión desde el ángulo adecuado, se pueden extraer lecciones muy valiosas, aunque de vez en cuando una siga exclamando «¡Ay!», porque el proceso es lento y doloroso.

Una de esas lecciones es que te tomes en serio la pregunta de este epígrafe, que seas plenamente consciente de que sólo cuentas con una vida y que ésta pasa deprisa; que lo que no hagas de ella, nadie lo hará por ti y que lo que hagas de ella es de tu entera responsabilidad.

¿Vives de acuerdo a lo que piensas?

En su simpleza, esta aseveración parece superflua por obvia, pero no lo es. Basta echar un vistazo al mundo para comprobar que la mitad del planeta (es una forma de hablar, en realidad creo que el porcentaje es mucho mayor) vive de acuerdo a como otros dicen que hay que vivir, a como dicen que hay que hacer las cosas, a como dicen que hay que expresarse, pensar e incluso, si se me apura un poco, sentir. Haz examen de conciencia, seguro que en más de una ocasión te has visto en una de éstas. Yo, lo confieso sin ambages, sí: ¿cuántas veces no habré sentido coartada mi libertad para decir las cosas del modo en que las pienso por aquello de ser políticamente correcta? ¡Incontables! A veces soy muy valiente y otras, muy cobarde.

Pero no he perdido todas las batallas: el mundo hecho de moldes sociales, intelectuales y de pensamiento en el que se nos pretende hacer vivir no lo ha conseguido con mi forma de pensar ni de sentir, pero sí que me ha doblado el pulso algunas veces en cómo decir las cosas y, en ocasiones, hasta en cómo hacerlas (y ya vamos llegando al meollo de la cuestión).

No tengo nada que decir respecto a aquéllos que se adaptan fácilmente al tipo de moldeados sociales que imperan en el mundo de hoy. Cada uno vive su vida como le da la gana, incluso cuando vive la que los demás dicen que ha de vivir. Pero sí tengo algo (mucho) que decir respecto a mi propia vida y a la tiranía, sutil pero real, de quienes van marcando el camino por el que, dicen, se ha de transitar. Y esto, ojo, en cualquier aspecto de la vida.

 

Al final se trata de ti

De lo que quieres hacer con tu vida (la única que tienes) y de la forma en que quieres vivirla.

Creo que la mayor parte de las veces no somos conscientes de cómo nos dirigen, aunque en realidad no es tan difícil darse cuenta: todos hemos oído hablar sobre la forma en que los supermercados colocan los productos a la venta para que piques en aquello que no necesitas o compres la marca que ellos desean vender, pese a que no es la que tú habitualmente consumes o la que llevas anotada en tu lista de la compra. No son los únicos. Estamos rodeados de tácticas de este tipo que afectan a cada área de nuestras vidas.

No hay nada malo en que te pliegues a ellas si lo haces de forma consciente, porque te apetece, porque crees que es lo mejor o porque llevas prisa y no estás para perder tiempo en el supermercado haciéndote el contestatario. Nada que objetar al respecto.

Miedo y libertad

¿Pero qué ocurre si tienes a un empleado del comercio siguiéndote por los pasillos susurrándote en el oído a cada paso todas las plagas que caerán sobre ti si no sigues sus consejos? El miedo entra en juego y la pregunta que corresponde es: en estas circunstancias, ¿estás siendo realmente libre para elegir?

Si tu libertad personal te importa un colín, la cuestión que acabo de plantear te importará medio, pero si la valoras en algo… entonces la cosa cambia.

La urticaria generalizada que vengo padeciendo a cuenta del blog y las redes sociales en los últimos tiempos radica precisamente en las palabras miedo y libertad.

He pasado los últimos trece años de mi vida en un empleo en el que el terror era la herramienta utilizada para sangrarte hasta dejarte exangüe. Llevó tiempo, dolor y esfuerzo, pero al final vencí el miedo. ¿Resultado? Me costó el empleo. Si pierden el poder sobre ti ya no les resultas un peón útil, porque eres un peón libre. Y he aquí la otra palabra: libertad.

Perder el trabajo a los 48 años es una tragedia para la mayor parte de la gente (lo es, cuidado, que no le resto ni un ápice de importancia al hecho), pero, en mi caso, me habían volteado y rebozado por el lodo tantas veces que tenía más que aprendida la forma de darle la vuelta al asunto (véase un poco más arriba el “Efecto croqueta”), y esa pérdida la tomé como una auténtica liberación.

La vida me ofrecía la oportunidad de hacer borrón y cuenta nueva. Puede que me queden 30 años de vida, ahora que se me presentaba esa posibilidad… ¿acaso tenía la intención de repetir la experiencia? La respuesta era un no rotundo. Mi deseo vital era vivir una vida plena en la que la palabra tranquilidad reinara como soberana absoluta. Sin miedos, ni presiones, ni directivas que no cuadren con mis deseos, necesidades, principios y valores.

 

No digo que no tengan razón

Quienes te cuentan cómo hacer las cosas para ser más eficientes, para llegar más lejos en menos tiempo y con menos sufrimiento, probablemente (¡no!, seguramente) tienen razón, y es bastante posible que en otras circunstancias personales siguiera sus indicaciones (lo hice en su momento, de hecho), pero la cuestión básica es: ¿quiero hacerlo ahora?

Y la respuesta es no.

¿Por qué? Porque lo siento como una tiranía. Ojo de nuevo, ésta es una opinión personal y, por tanto, subjetiva, sujeta, además, al momento vital en el que me encuentro. Pero es natural que sea así: somos seres cambiantes. La edad, las circunstancias y el entorno te van moldeando, y en este momento concreto de mi existencia siento una susceptibilidad muy acusada a todo lo que suene a O así o al abismo. Conmigo o contra mí. Blanco o negro.

Según me ha parecido entender, si eres escritor autopublicado y quieres tener una posibilidad de salir adelante hoy en día, tienes que pasar por ciertos aros:

  • Debes tener un blog orientado a tu público objetivo.
  • Ídem con las redes sociales.
  • Debes aportar valor a tu audiencia.
  • Etc.

Nada que objetar.

 

O casi…

Porque sí, claro que tengo algunas cosillas que objetar:

Escribo novela policíaca, así que mi público objetivo está claro. ¿Pero y si estoy hasta las narices de escribir sobre este tema? Lo estoy, créeme. Hasta más arriba de las narices, de hecho. Me aburre mortalmente hablar de novela policíaca. Estoy saturada.

Como estoy saturada de entrar en Twitter y sentir que me encuentro en una especie de hormiguero en el que cada hormiga lleva a cuestas un tuit con un enlace que (casi) nadie visita, sólo porque hay que tuitear contenido interesante para tu audiencia (o lo que crees que es interesante). Tú no importas. Sólo tu lector objetivo interesa. Si tienes que gastar (fíjate que no digo emplear) horas de tu precioso tiempo en buscar contenido interesante para otros, ¿qué queda para ti? Sólo tienes una vida. ¿A que ya se te había olvidado?

A todo esto se añaden las “amenazas”: «Si no lo haces así, vas de culo y cuesta abajo», se dice por ahí. Sé que habrá quien lea esto y diga: «Pues es que es así como funciona. Tú misma si no quieres comerte ni un colín, pero cállate ya y deja de protestar».

Porque ésa es otra: en un artículo que he leído recientemente, se afirmaba, poco más o menos, que ni se te ocurra hablar de ti, porque a nadie le importa si has ido a yoga, si estás paseando y tuiteas una foto de un bonito atardecer o si has tenido un día horrible. Los que compartan esta opinión se lo estarán pasando en grande con este artículo (modo ironía on). «Los que compartan esa opinión no estarán leyendo este artículo, guapa» (argumento  del que me habló en el párrafo anterior).

Pues muy bien. Hasta luego, Lucas.

Hay cientos de blogs en los que encontrarás contenido relevante (o eso te dicen, porque en realidad no son más de un puñado), pero sólo hay un blog en el que habla Ana Bolox. Es único. No encontrarás otro en el mundo. Si no te interesa lo que cuento en él, yo no te he llamado. Por ahí arriba a la derecha, tienes la X de salida. A mí sí me interesa y mi vida la vivo yo, no tú.

Conclusión

Querida Cris, todo esto se reavivó por los whatsapps que intercambiamos una noche, hace un par de semanas, y por los que escribiste este artículo. No sé si soy oveja negra, verde o gris. Soy, simplemente, yo, ¡Y es fantástico serlo!

Al final, como dice el título, se trata de ti, de una misma, de su vida y de cómo quiere usarla para ser feliz. Venda o no venda libros. Me coma o no me coma ese dichoso colín.

 

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